Entonces supo que ella estaba allí. El aroma de su cuerpo fue penetrando en su conciencia.
Como tantas otras tardes, corrió a arrodillarse ante su silenciosa figura, pero esta vez sintió que algo había cambiado. El tiempo de hablar y de esperar había terminado. Hoy todo seria diferente. Ella no era la misma. Se atrevió a poner sus manos en su rostro, en su cuello, en sus pechos, en sus caderas. Algo había cambiado en su cuerpo, era más fuerte, mas firme. Beso sus labios, pero ella permaneció inmóvil y, por un instante, el tuvo mucho miedo. Se armo de valor y se tumbo a su lado.
Era granjero y en su vida había arado muchos acres de fértil tierra negra.
Estaba seguro de si mismo.
Estaba surcando su cuerpo profundamente.
Estaba plantando las semillas de un niño en la calida y fértil tierra.
Las semillas de su hijo fueron creciendo en sus entrañas.
En las noches de invierno, ella salía a caminar por un sendero que discurría por la falda de una pequeña colina y desde allí se iba a ordeñar vacas en un establo. Era grande y fuerte. Sus piernas se desplazaban de un lado a otro, al igual que el niño que llevaba en sus entrañas.
Aprendió el ritmo de las pequeñas colinas.
Aprendió el ritmo de las llanuras.
Aprendió el ritmo de las piernas al andar.
Aprendió el ritmo de las manos ordeñando las ubres de las vacas.
Un solo niño en sus entrañas. Se metió en la cama y sintió sus pies dando patadas. Permaneció inmóvil, escuchando. Una pequeña voz parecía llegar hasta ella en el manto de silencio que cubría la noche.
V.O Campo – 4/04/2014 Desde ADN La Nación
Jorge Washington Díaz Walker desde Florida Vicente López por ÑuÑu
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